Muchos años después, superada la obligación de leer por el esfuerzo espontáneo de leer, consideré que El éxodo de Yangana era quizás una imitación u homenaje a Cien Años de Soledad de Gabriel García Márquez. El mal hábito que muchas editoriales de acá tienen de omitir el año de edición original de muchas obras nacionales contribuyó a mi suposición, así como el desconocimiento del clásico Fuenteovejuna de Lope de Vega.
No corrí desesperadamente a las librerías de Quito o me lo mandé a pedir por internet. Tampoco pregunté a alguno de mis amigos si lo tenía. Como me ha pasado con otros tantos libros, que ya he descrito en esta columna, fue una vez más el destino, casualidad, chiripa o lo que sea que me acercó a este texto, con una particularidad: un día, mientras limpiaba el librero de mi madre, encontré que el libro estaba dividido en dos tomos para la edición de 2004 de la entonces Campaña Nacional para la Lectura dirigida por la Casa de la Cultura Ecuatoriana. Como otros textos de la misma editorial, que llegaron a mi casa en un cartón como cosas descartables, estaban cubiertos aún de ese plástico que da a las cosas viejas la apariencia de nuevas. En mi librero personal tenía y tengo todavía unos libros plastificados de J.R.R. Tolkien del legendarium de El Señor de los Anillos; un impulso más cursi que romántico, casi en palabras de Jorge Luis Borges, me hizo establecer una analogía con los tomos de El éxodo de Yangana, que sin darme cuenta me hizo intentar romper el plástico de esos tomos con los dientes.
Pese a aquella epifanía y una vez más, casi como a muchos en esta época, un mensaje llegado a mi Facebook me distrajo de aquella lectura al fin iniciada y que de entrada me hizo preguntar si aquella obra no sería un remake criollo del Macondo de García Márquez; luego del interludio del tomo uno, hay varios capítulos que describen detalladamente a los personajes que en este caso no son los protagonistas, sino parte del protagonista principal de la obra: el pueblo de Yangana. Semanas después, y superados otros textos inconclusos que estaban a la cola, decidí leer nuevamente desde el principio, pues necesitaba aclarar los detalles de cada personaje para meterme bien en la historia. Días después (otra vez me distraje con otra cosa), decidí reiniciar el libro una vez más, esta vez motivado por una aclaración que le hizo justicia al escritor nacional más feliz de la historia: El éxodo de Yangana apareció 18 años antes que Cien Años de Soledad.
Superada la fase de presentación de los personajes (Ocampo, Don Vicente, la Virgen del Higuerón, Reinoso, doña Liberata, Juanita Villalba, Fermín "Fosforito" Arias...) que en algún punto llegara a ser algo cansona, el libro, que como muchas obras maestras requiere de algo de paciencia, se pone finalmente bueno. Cabe destacar la versatilidad de "Rojitas", como le llamaran sus colegas en el Guayaquil de mediados del siglo XX: a la narración se suma la poesía, en forma de coplas populares, el teatro (cuando Don Vicente presenta la comedia Guárdate del agua mansa) y también el testimonio epistolar. La minuciosidad en la descripción de los detalles de una vida rural, que a la mayoría de ecuatorianos nos resulta paradójicamente novedosa pese a ser emigrantes del campo, es otro aspecto decisivo de la novela que logra una descripción que no pierde vigencia y devuelve a las raíces a cualquiera. El misterio también se hace presente, a través de la historia del gringo Mr. Sparks, de quien me hubiese gustado conocer un poco más o reencontrármelo en un spin off.
El ideal del pueblo unido ante la adversidad y esa disposición a compartir un destino común siempre será un tema relevante en la literatura universal. Luego del amargo sabor que Huasipungo de Jorge Icaza dejara desde 1934, la historia parece brindar una luz de esperanza ante el abuso de poder, y que aún hoy (con gobiernos progresistas incluidos) forma parte de los deseos de quienes creen posibles el bienestar y la felicidad desde la autogestión comunitaria.
El éxodo de Yangana
Ángel Felisísimo Rojas
Editorial Losada
1949
9/10
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